El niño miraba la luna redonda,
-¡tan blanca, tan bella, tan pura y radiante!-,
y sentía en su alma una dicha honda
que le iluminaba todo su semblante.

Pero con los días notó un nuevo encuadre:
¡toda esa blancura iba decreciendo!,
y allí, asustado, corrió hacia su madre:
“¡mamita, la luna se está deshaciendo!”

Y entonces su madre, mientras lo abrazaba,
le habló de los ciclos de su luna hermosa,
y de las etapas que ella transitaba,
y que siempre vuelve a estar luminosa.

Creció el niño y supo, entre mil reveses,
que la vida copia las fases lunares:
se brilla, se merma, se opaca, se crece,
¡y siempre en constantes ciclos regulares!

La llena, y la nueva…: la cumbre, y el foso…,
menguante, y creciente…: descenso, y subida…,
derrumbe, y quebranto, remontada y gozo,
¡cómo se parecen la luna y la vida!

Pero el hombre sabio, que crece en conciencia,
siente que en él surge cierto desapego
que hace que disfrute de cada experiencia,
y hace que sonría…, mientras juega el juego.

Y lo mira al triunfo, lo mira al fracaso,
y ninguno de ellos le quita su paz,
y al ver la alternancia de éxito y porrazo,
allí su sonrisa, se acentúa aún más.

Y tú, aunque sea de un modo algo tibio,
¿con los cuatro ciclos ya has hecho las paces,
-dicha, desencanto, congoja y alivio-,
y abrazas la Vida…, en todas sus fases…?