Si me hiere la dureza
del corazón de la gente,
o la falta de nobleza
del cruel y el indiferente,

oigo entonces dulcemente
la voz de mi Yo Testigo
diciendo amorosamente:
“¡tranquilo…, que vas conmigo…!”

Y entonces me muestra el karma
hilvanando su madeja,
y al ver los contratos que arma,
pierde sentido la queja.

O si tal vez un problema
me ha tomado por completo,
y no logro en ese esquema
escaparme del aprieto,

y me persigue implacable,
y soltarlo no consigo,
brota allí su verbo amable:
“¡tranquilo…, que vas conmigo…!”

Y me da intuitivamente
la solución apropiada
para salir raudamente
de la gris encrucijada.

O cuando a veces sucede
sentir dolor en el pecho,
porque un familiar, adrede,
ha actuado como lo ha hecho…,

entonces, para animarme,
allí, mi Mejor Amigo,
otra vez vuelve a exhortarme:
“¡tranquilo…, que vas conmigo…!”

Y con extrema dulzura
me hace entender, al final,
que en el modo en que otro actúa
nunca hay “nada personal”.

Y si en alguna ocasión
me alejo de Lo Infinito,
y me veo en mi corazón,
indefenso y pequeñito,

y el pesar me va invadiendo
y en su sopor me fatigo,
surge en mí otra vez diciendo:
“¡tranquilo…, que vas conmigo…!”

Y me conduce hacia el centro
de su Luz en mi interior,
y en su esplendor me reencuentro,
¡porque es mi propio esplendor!

Y después de percatarme
de la infinidad de temas
en que llega a rescatarme
minimizando problemas,

se invirtió el rol en la danza,
y ahora soy yo el que le digo
ante cualquier asechanza:
“¡voy tranquilo…, voy contigo…!”.