En el marchito parque,
con ingenuo candor,
la pequeña anhelaba
encontrar una flor.

Pero no hallaba ni una,
¡ni una sola siquiera!,
que le pusiera al sitio
un aire a primavera.

Todo estaba apagado,
tan lánguido y tristón,
que incluso hasta apartaba
la vista el corazón.

Más de pronto vio una,
¡una rosa, por fin!,
en el extremo oscuro
de un ruinoso jardín.

Se acercó con cuidado,
y notó con angustia,
que se estaba muriendo
de tan vencida y mustia.

La miró con ternura,
y con pena infinita,
sus deditos rozaron
la corola marchita.

Y le dijo, vehemente,
y a punto de llorar:
“¡ahora que te encontré
no te puedes marchar!”.

“¡Vamos, vamos, revive,
revive por favor,
que este parque está triste
si falta tu color!”

“¡Tú puedes!”, le insistía
con su voz infantil,
mientras la acariciaba
una vez…, cien…, y mil…

Pero la rosa ajada
seguía desvanecida,
y la niña lloraba
como nunca en su vida.

Y su llanto inocente
sobre la flor cayó,
y la flor, ¡oh…, milagro…,
sus lágrimas bebió!.

Y su tallito débil
retomando el control,
se enderezó inestable
como buscando al sol.

Y mientras desplegaba
sus pétalos rubí,
parecía preguntarse:
“¿¡que ha sucedido aquí!?”

¡Aquellas lagrimitas
fueron la prodigiosa
Fuente de Agua Sagrada
que revivió a la rosa!.

Y mientras del desmayo
volvía despacito,
el sol le daba fuerzas
a cada petalito.

Y al ver que recobraba
su aroma y su matiz,
la niña ahora reía,
exultante y feliz.

Y todo el parque entero
en solo un santiamén,
por un breve momento
se pareció a un edén.

Y en ese instante de oro
una revelación,
como un ramo de rosas
brotó en su corazón.

Y allí supo la niña
que es ese mismo amor,
quien sanará a este mundo…
como sanó a la flor.