Oleadas de energía vivimos emitiendo,
y tocan a otros seres allí por donde andamos:
vibraciones que inducen al otro a andar sonriendo,
o propician enojo en quienes nos cruzamos.

Así como dos piedras arrojadas a un lago
hacen que se entremezclen las dos ondulaciones,
también nos influenciamos en lo alegre o lo aciago,
cuando nuestras frecuencias así se superponen.

Y aunque a primera vista parezca “poca cosa”,
el “efecto cascada” se vuelve indetenible:
tu emoción de iracundia se adhiere, pegajosa,
a aquél con quién te encuentras, de un modo imperceptible.

Y ese otro “lo contagia” a un amigo que ve,
y ese amigo, a su vez, a su hijo en su casa,
y el niño, en su inocencia, y sin saber por qué,
lo maltrata a su gato sin entender qué pasa.

Cada uno es responsable de la energía que emite,
el jardinero a cargo de su propio jardín,
y está el que únicamente malas hierbas permite,
y está el que sólo siembra rosales o un jazmín.

Y está también aquél que llegó a la Maestría,
y si percibe que alguien proyecta oscuridad,
la transmuta en el acto a esa baja energía,
y se la restituye… convertida en bondad.

Y el “efecto cascada” allí es benevolente:
la energía transmutada toca a quien tiene a mano,
y un círculo de luz, hermoso y transparente,
cargado de ternura, va de humano en humano…

Y tú, mi buen amigo, ¿qué irradias a tu paso?:
¡ojalá que tu onda sea de compasión!,
y que calladamente rebase de tu vaso,
y a cada ser que encuentres, ¡le eleve el corazón!