Cuando de un modo gradual, sostenido y progresivo
incorporas más del alma en tu cuerpo terrenal,
se incrementa tu conciencia, te vuelves más compasivo,
te vas tornando más sabio, más dulce y angelical.

Todos los grandes Maestros que por la Tierra pasaron
dejándonos el legado de su Divina Maestría,
hasta un noventa por ciento de su alma incorporaron…
(más de eso el cuerpo no admite: en luz se evaporaría…).

Cuando tienes más de Dios, hallas en todo belleza,
y el Amor se va tornando tu norte y tu directriz,
y te nace ir esparciendo tu bondad y tu pureza
al desear que cada hermano viva calmado y feliz.

Perdonas, si es necesario, una vez, y cien, y mil,
incluso a quienes te fallan en tu entorno familiar;
tu trato se vuelve amable, se hace cordial y gentil,
y te conviertes en alguien con quien es hermoso estar.

Y es que de adentro de ti, una expresión más grandiosa,
elevada y amorosa, irradia serenamente,
y de manera silente esa luz que en ti rebosa
hace sentir a los otros de una forma diferente.

Cuando tienes más de Dios, la paz que sientes es plena,
de una plenitud tan vasta que no admite explicación,
igual que una clara noche de exquisita luna llena
cuando se aquieta hasta el propio latido del corazón.

Las ansiedades del mundo ya no te causan impacto,
y con tu nueva mirada de observador imparcial,
percibes las circunstancias, los sucesos y los actos
de una manera serena, desapegada y neutral.

Los dramas ya no te afectan, las desventuras tampoco,
y sabiéndote un viajero en una experiencia humana,
te centras en el ahora, y vas anclando de a poco
lo multidimensional en tu vida cotidiana.

Y en tu propia biología la estructura se renueva,
y el reloj del cuerpo frena su manecilla veloz,
tu ADN se actualiza hacia una versión más nueva,
y todo cambia en tu vida… cuando tienes más de Dios.