¿Te ha llegado, mi amigo,
ese momento loco,
que surge de repente,
o que llega de a poco,
en que te sientes cauce
de un río sin urgencias,
que junto con el agua
lleva tus existencias?

Y tú allí, siendo un lecho
para su andar fluyente,
ves pasar los sucesos
igual que a la corriente,
y en ese raro instante,
convertido en canal,
tus vidas son el flujo
de un eterno caudal.

¡Déjalo ser al río!:
que fluya sin descanso,
ya lento, ya de prisa,
sobre tu cauce manso,
y solo sé el testigo
sereno, imperturbable,
que lo ve pasar todo
tras su sonrisa amable.

Y el río continúa
cambiando de ropaje,
para un viaje distinto,
que es siempre el mismo viaje,
y en batallas ganadas,
y en batallas perdidas,
observas cómo pasan
las olas de tus vidas.

En esas existencias
en que fuiste varón,
la rudeza vivida
templó tu corazón,
y cuando a tu dulzura
la dejaste emerger,
fue sobre todo en esas
en que fuiste mujer.

Y al verano lo sigue
el invierno en la rueda,
y el ciclo continúa…,
pero hay algo que queda,
pues detrás de su brillo
de suave resplandor,
lo que no se va nunca
es el Observador.

Has alcanzado, amigo,
el centro de tu Centro,
donde nada de afuera
tiene poder adentro:
¿cómo podría afectarte
el vaivén de lo externo,
cuando por fin comprendes
que eres por siempre eterno?

Y mientras fluye el río,
hoy distinto que ayer,
sientes que dentro tuyo…
ya dejó de correr.