Juan percibe dentro suyo, -sin conocer la razón-
que en la muerte no hay veneno, porque no existe “un final”;
y en sus momentos de calma le dice su corazón,
que esta vida es sólo un día de la Vida Universal.

Pedro sostiene lo opuesto: con la muerte acaba todo;
“¿alma eterna?, ¿Dios adentro?, ¿quién dijo tal disparate?,
del lodo nos construyeron y retornamos al lodo,
¡que todo desaparece si el corazón ya no late!”.

Juan asume que la vida es un ciclo en espiral,
y venimos, y nos vamos, y volvemos otra vez;
Pedro se halla persuadido que el tiempo es sólo lineal:
que se nace y que se muere…, y que no hay nada después.

Juan comprende que así como en este mundo y sus pruebas,
conoce más la persona que más viajó y aprendió,
también así el Alma Antigua sabe más que el Alma Nueva,
por las tantísimas vidas que aquí en la Tierra vivió.

Para Pedro eso es un mito, un relato sin sentido:
venimos como “hoja en blanco”, sin ninguna historia previa,
y defiende su creencia, plenamente convencido
de que estamos solamente conformados de materia.

Juan, habiéndose soltado de los apegos mundanos,
camina por la existencia con dulce ecuanimidad,
y puede mirar sonriendo lo transitorio y lo vano,
pues sabe que dentro suyo, ya vive la Eternidad.

Pedro, al contrario, se aferra a la espuma de su ola,
y la disfruta muy poco por miedo a que se disuelva,
creído de que la vida es nada más que una sola,
y que una vez terminada, es imposible que vuelva.

Uno, siempre ve el Gran Cuadro, y se ríe de su suerte,
sintiéndose indestructible en la Esencia de su Yo;
el otro, ve el cuadro chico, y lo amedrenta la muerte;
¿qué los hace tan distintos?: que Juan “sabe”…, Pedro no…