¡Resplandece…, resplandece…!, ¡deja que tu luz divina
se filtre por tu sonrisa, por tu voz, por tu mirada!,
y alumbra calladamente…y sin jactarte de nada,
¡que el que no busca brillar, es el que más ilumina!

¡Resplandece…, resplandece…!, ¡tienes tanto para dar!:
tus elogios más sinceros…, tu genuina apreciación…,
tu trato dulce y amable…, tu total aceptación…,
tu entrega sin condiciones…, tu capacidad de amar…

¡Resplandece…, resplandece…, que para eso haz venido!,
y no interesa tu alcance: fósforo, linterna o faro…;
lo que importa es que a tu paso todo se torna más claro,
¡porque ante tu luz, la sombra no vuelve a ser lo que ha sido!

¡Resplandece…, resplandece…!, ¡tienes todo para ser
ese candil poderoso que aleja la oscuridad…,
esa lámpara inefable de ternura y de bondad,
que va cambiando las vidas… con sólo resplandecer…!

¡Resplandece…, resplandece…!, como ese excelso diamante
que brilla de tal manera que no importa en absoluto,
si -lejos de los orfebres-, todavía se encuentra en bruto,
o si ya se ha convertido en exquisito brillante…

¡Resplandece…, resplandece…!, ¡si sabes que eres eterno!,
y que vas, vida tras vida, como va la mariposa
trasladando su belleza de una rosa hacia otra rosa…,
¡porque no se acaban nunca las hojas de tu cuaderno…!

¡Vamos, mi buen compañero…, que nada es lo que parece!,
y Dios no te está esperando a la vuelta de la esquina…:
¡ya se encuentra dentro tuyo…!, en esa luz diamantina
que en tu corazón te dice: “¡resplandece…, resplandece…!”.