¡Borracho tonto,
sal de mi paso,
que por tu culpa
se me vuelca el vaso!

¡Tú eres el ebrio,
cara de nada,
o es que te estás
buscando una trompada!

¿Por qué es que actuaste
de tan mal modo?
¡¿Qué…, no lo viste?!
¡Me empujó el beodo!

¡Claro!, y ahora
a tu reacción brusca,
la justificas
con que “él se la busca”.

¿No ves que viene
ese reniego,
no de su alma
sino de su ego?

Y ya se sabe,
el ego es lento:
es un alumno
que aún está aprendiendo.

Más si en él vieras
su Luz inmensa,
te sería fácil
ignorar su ofensa.

Cuando lo miras
tras su apariencia,
solo percibes
su Divina Esencia.

Y allí comprendes
algo impalpable:
que en él habita
Lo Inapreciable.

¡O tú estás loco,
o eres un necio!:
¡decir que ese ebrio
“no tiene precio!”.

Te diré algo
amigo mío:
ni estoy demente
ni desvarío.

Todo se ajusta
a un calendario,
donde ya “el otro”
no es un adversario.

En este tiempo,
-y no te asombres-,
el hombre empieza
a creer en el hombre.

Y es que el momento
viene de estreno,
porque es la hora
del Humano Bueno:

ese que intuye
precisamente,
que somos Uno
con el que está enfrente,

y que percibe
que el que va al lado,
aún con sus yerros
es un Ser Sagrado.

Y los ve a todos
en su Inocencia,
y esa dulzura
¡hace la diferencia!.

Porque es la manta
que ahoga las chispas
de lo que irrita
o de lo que crispa.

Y con su anhelo
de hacer el bien,
saca lo bueno
de cada quien.

Y los que así abren
los corazones,
te lo aseguro:
¡ya son millones!