Si tú en el silencio suavemente entras
y amorosamente en Dios te concentras,
y vas de la mano de la candidez,
de a poco te envuelve su dulce embriaguez.

En ese momento se te hace evidente
que una Luz te abraza deliciosamente,
y un Brillo Dorado te hace estremecer:
¡te has reconectado con tu propio Ser!.

Y sobrecogido lloras de alegría,
y el Amor te eleva con su epifanía
en un dulce ascenso puro y celestial,
por fuera del plano tridimensional,
y cuánticas sendas que nunca has hollado
te abren los Portales de un místico estado.

Pero a veces pasa que quieres “fijarlo”
en un vano intento por eternizarlo,
sin tomar en cuenta que eso es un apego
que furtivamente proviene del ego,
y que allí no pueden coexistir los dos:
cuando el ego llega…, se retira Dios…

De esa forma entonces tu propia conciencia
sin quererlo pone fin a la experiencia,
y un dardo te queda en el corazón
provocando enojo y desilusión.

“¿¡Cómo es que se ha ido…, por qué me ha dejado…?!
¡Todo es tan distinto, tan desangelado
cuando ya no siento del Dorado Brillo
ni siquiera apenas un áureo polvillo…!”

Y una pena dulce y a la vez amarga
con su negro luto tu espíritu embarga,
hasta que un chispazo fugaz de intuición
cruza por tu mente como exhalación,
y allí un “darse cuenta” te hace reaccionar:
¡la Luz no se puede jamás capturar!.

“¡Pero que dislate ponerle un bozal
al leve destello de Lo Celestial!
¿Acaso se puede de manera alguna
envasar la esencia de un rayo de luna…,
apresar el alba…, retener un trino…,
o en un cofrecito guardar Lo Divino…?”

Y ya sin más dudas y sin más “porqués”,
te rindes entonces ante “lo que es”.
Y despreocupado de fijar en ti
eso que es huidizo, fugaz de por sí,
te entregas de nuevo, silenciosamente,
sin buscar más nada, desnudo, inocente.

Y al notarte limpio, puro, despojado…,
suavemente vuelve… tu Brillo Dorado…