Si quieres que la flor de la armonía
te arome con sus pétalos de raso,
cultívala con gracia y alegría
siguiendo simplemente estos tres pasos.

El peldaño inicial del recetario
-a cumplir ya de día, ya de noche-,
consiste en que no salga de tus labios
ninguna mueca hostil…, ningún reproche.

Cuando sientas en ti, agazapada,
una condena, una reprobación,
inspira hondo… y no digas nada:
¡que sea el silencio tu mejor opción!

Prueba de hacerlo una semana entera:
¡que la mudez reemplace a la censura!,
y sentirás que tu actitud libera
una energía muy sutil y pura.

Cuando el aire está libre de regaños,
y ya nadie se debe proteger,
las corazas se van desmantelando,
¡y la confianza empieza a florecer!

Y después de cumplida esa semana,
agrega entonces un segundo paso,
y pon una palabra de alabanza
allí donde antes te quedabas callado.

¡Que siempre, siempre, hay algo que elogiar!,
y en esa apreciación, tu ser expresa:
“¡te admiro por tu forma de accionar…!”,
(o por tu paz…, tu luz…, tu gentileza…).

Y finalmente, en la tercer semana,
añade otro factor: la gratitud…;
agradecer es la conducta humana
que más cambia del otro su actitud…

Agradece los favores cotidianos…,
-el hecho en sí… o su clara intención-,
y le estarás diciendo a aquél hermano:
“¡te valoro con todo el corazón!”.

No reprochar…, elogiar…, y agradecer…
revierte por completo la energía,
y te otorga el auténtico poder:
¡el de hacer que florezca la armonía…!

Y al percibir que el mundo circundante
de un modo radical se transformó,
¡sentirás ese gozo desbordante
de saber que eres tú quién lo cambió!.

Y es que la vida, de un modo perfecto,
te devuelve en espejo lo que has dado…,
porque tú eres la causa… y el efecto…,
¡el único hacedor de lo creado!.