Hay un goce intelectual,
cuando la mente razona,
yendo tras del ideal
de una verdad que apasiona…

Y hay otro goce, el sensorio,
cuando la piel se solaza,
y en el ritual amatorio
almas y cuerpos se enlazan…

Más hay también un tercero
que se basa en la fusión,
y requiere, compañero,
de un abierto corazón…

Es una unión sin reservas
del que mira… y lo mirado,
de modo tal que el que observa
se transforma en lo observado.

Por caso, en la playa, un día,
viendo las olas rodar,
la expandes a tu energía
sobre las aguas del mar…

Y en esa hora dorada,
y en medio de un gozo inmenso,
pasas de ser pincelada…
¡a transformarte en el lienzo!

Y en la experiencia divina
de esa gozosa expansión,
¡toda la vida marina
te canta en el corazón!

Y suave, serenamente,
de un modo dulce y bendito,
sales de tu recipiente
para volverte infinito…

También sucede algo igual
si oyes una sinfonía,
y de un modo natural
te unes con la melodía…

Se hace a un lado el yo pequeño,
y algo inmenso surge allí,
y esa música de ensueño
pasa a ser parte de ti…

Te conviertes en las notas…,
y en su precioso “increscendo”,
y en el sonido que brota,
feliz, de cada instrumento…

Y embargado enteramente
de un éxtasis que enamora,
pierdes allí totalmente
cualquier noción de las horas…

Por eso, si hay desencanto
en ti de lo intelectual,
o ya no te llena tanto
el goce de lo sensual,

prueba a explorar, compañero,
la percepción expandida,
que este disfrute -el tercero-,
¡cambiará todo en tu vida!