“Había una vez…, hace mucho, mucho tiempo, en una comarca remota de un remoto país, un poeta viajero que recorría las aldeas, regalando su inspiración poética a la gente…, sólo porque sí…, por la alegría de compartir con los demás, el resplandor de la belleza que le embriagaba el alma…

Al modo de los juglares del medioevo, iba caminando de pueblo en pueblo… y las personas se acercaban a él como hechizadas…, porque tenía el extraño don de disipar por un instante –con el prodigio de sus rimas-, el sufrimiento y el pesar en esas vidas desgastadas por el trabajo duro y la paga mísera…

Su verbo soñador y encendido, parecía convocar la parte más noble del corazón de aquellos lugareños…, como si repentinamente, por obra y gracia de la pura belleza que él esparcía, los sentimientos de todos se volviesen altares donde celebrar el misterio de la vida…

Cada vez que se acercaba a un poblado, su carta de presentación era siempre el mismo estribillo: “-Vengo lleno de voces y de susurros; / traigo todos los tonos del universo…/ ¡Sólo ¨dí tu palabra¨, amigo mío…/ y te la tornaré trocada en verso…!” .

Y él hablaba de los temas que ellos le pedían…: esos temas que les eran propios…, que les pertenecían, porque formaban parte del andamiaje de cada jornada…, y que les quemaban por dentro como una hoguera inapagable…

Y sus palabras eran siempre bienvenidas, porque no sonaban ni extravagantes, ni pretenciosas, ni extraviadas…; por el contrario, eran una caricia para el alma: a veces, sensatas y sabias…; en ocasiones, idealistas y soñadoras…, pero siempre profundas y bellas…

Y si andaba por la campiña, los labradores que lo veían llegar por la senda se congregaban espontáneamente para saludarlo, y luego él, invariablemente, le decía a alguno de ellos : -“Dí tu palabra!” .

Y tal vez la respuesta fuese : “¡La cosecha!”

Y entonces él improvisaba, y entre otras cosas, les hablaba de trabajar en sintonía con el corazón de la tierra…, de resonar con el latido de cada estación…, y de sembrar también amor junto con cada semilla…: “ -…porque el suelo que labras, una, diez, y cien veces, / cual madre generosa solo quiere tu bien… / y a pesar de la herida que le haces con el surco, / por cada grano echado, te retribuye cien…” .

Y los instaba a realizar sus labores con cariño y dulzura…, porque de lo contrario…: “-…el trigo que coseches no dará buena harina, / (no atrapará la risa del sol en el trigal)…/ y de esa harina amarga solo saldrá un pan agrio, / para mostrarte el fruto de lo que hiciste mal…”.

Y luego de escucharlo, los labriegos retomaban sus tareas… con un fulgor extraño brillando en sus miradas…, como si sus almas simples hubiesen sido tocadas por un soplo de eternidad…; y mientras retornaban a sus sembradíos, sus pensamientos se volvían oraciones para agradecer su llegada…

Y si al entrar en alguna aldea, eran las niñas y las adolescentes quienes primero lo veían, todas corrían hacia él alborotadas, y tejían rondas a su alrededor con ese alborozo inocente de las tempranas urgencias, que todo lo pinta de deslumbramiento…

Y a pesar que bien sabía de sobra lo que habrían de contestarle, el trovador errante igualmente disparaba su consigna, en dirección a la que más tenía ojos de enamoradiza : “-¡Dí tu palabra!”

Invariablemente, -una y cien veces-, brotaba la misma respuesta, -entre un murmullo de suspiros , exclamaciones ahogadas y risitas nerviosas-: “-¡El amor!” .

Y su poesía era entonces dulce como el aroma de los jazmines que al llegar la primavera embelezan el aire de los senderos…, y les hablaba del cariño puro…, de la entrega sincera…, del corazón que se da por entero al ser amado…; pero también les contaba de sus veleidades y de su inconstancia…: “-…y quizás el amor te quite la cordura…/ porque es fiebre… y hoguera… y desborde… y locura…, /…pero también te hiere con su melancolía / cuando pasa de largo en una noche fría…” .
A veces, en un arrebato de inspiración, les improvisaba sobre la faceta más sublime del amor, esa que diviniza la fiesta de los sentidos…: “-…y no se querrán sólo porque la piel les arda…/ y les quemen los besos… y la pasión dé un grito…; / se querrán sobre todo porque se darán cuenta, / que el uno para el otro cobija lo infinito…”

Y las jovencitas, extasiadas, se sentían transportadas por el hechizo de su voz, como si un príncipe invisible las tomara de la cintura, y las llevara a bailar descalzas por las calles doradas de algún mágico reino…

En otras ocasiones, era una procesión de monjes la que lo encontraba por el sendero…,y los religiosos, sin esperar siquiera su consigna, se superponían unos a otros para darle cada uno “su palabra” –como chiquillos revoltosos que compitieran para ser atendidos en la pastelería- ; y entonces, términos como…¨Dios¨…¨santidad¨…¨religión¨…¨claustro¨…¨eternidad¨…, revoloteaban y se entremezclaban como palomas recién escapadas del palomar…

Y a todos complacía el poeta viajero…, y su poesía parecía cobrar más vuelo que nunca…, como si la infinitud del tema le prestara sus alas de luz, para remontarse a las alturas…

Y les hablaba entonces del amor de Dios como una bendición que se vierte sobre todas las cosas…; de la necesidad de transformación del espíritu humano…; del corazón como fuente de esa alegría que nunca se empaña…, y de la simplicidad como camino: “ -…el que el cielo no busca /porque no tiene anhelos, / y en todo se contenta…, /…ya está en el cielo…”.

Pero también su verbo resonaba inquisitivo y cuestionador para con aquellos religiosos, cuando los exhortaba a mirarlo todo desde su conciencia más alta… y no conformarse con la cáscara hueca de una plegaria vana…: “-…¿predican desde la compasión y la ternura…?, /…¿hablan sus actos del amor santificado …?, / …¿son ejemplos -para aquél que los escucha- / de lo que puede un corazón iluminado…? ”

Y los monjes retornaban pensativos a sus templos…, sacudidos…, conmocionados…, con sus máscaras caídas y sus falsos oropeles por el suelo…,implacablemente confrontados entre la legitimidad de su sacerdocio, y su anhelo sincero de encontrar la luz…

Otras veces eran las mujeres del pueblo las que se reunían a su alrededor para disfrutar del encantamiento de sus rimas, y al expresar “su palabra”, se inclinaban generalmente por ¨la vida¨ ; y él les contaba el ¨secreto¨ de la vida , y les decía que la vida no tiene secretos…: que siempre ha sido igual de transparente…; que el velo solo se halla en la mirada, porque los ojos sin amor no ven la vida…: “-…y que hay que darse siempre en la ocasión…, / …que no vale la pena reservarse…, / …porque cada momento que se vive, / es el momento exacto para darse…”.

Y cuando al pasar cerca de una escuela, los adolescentes que de ella salían lo interrogaban sobre ¨el mejor oficio¨, él les hablaba de dedicarse sólo a lo que los apasionara, a lo que les provocara mayor deleite…: “-…y al serle fieles a la voz del corazón / y a lo que intuyan como cierto, / podrán tocar su nota más hermosa / cuando se sumen al concierto…”.

Y a los ancianos les hablaba de la serenidad y el consuelo de la muerte…, y a los niños de la alegría de compartir los juegos…, y para todos parecía tener “la palabra” exacta, la que cada uno necesitaba oír…, en el momento justo y en la ocasión propicia…, tal vez porque su verbo resonaba en cada corazón, con el sabor de la verdad simple y pura, desnuda de artificios…, o tal vez porque despertaba en ellos, lejanas reminiscencias de mundos olvidados…

Pero un buen día le sucedió algo inusitado…

Al salir de una aldea por el camino principal, vio a un niño de unos ocho o nueve años, sentado a un costado de la senda, muy quietecito, con su cabeza tomada entre las manos.

Y se dio cuenta enseguida, que era el mismo pequeño que ya había visto varias veces, al pasar por ese lugar en viajes anteriores…; el mismo que lo había impresionado gratamente por su entusiasmo y su alegría cuando perseguía mariposas o jugaba en el arroyo lindero al camino…

Al verlo ahora tan ensimismado, se acercó presuroso a preguntarle si le pasaba algo…,y al aproximarse, notó con angustia que estaba sollozando…(nada le dolía más al poeta que ver llorar a un niño).

Con infinita ternura acarició su cabello, y le pregunto el motivo de su llanto.
-¡Extraño a mi mamá! le contestó el pequeño.
-¿Y a dónde se fue ella?
-Se fue al cielo…con Dios…

Y aquel templado viajero de tantos caminos, sintió de pronto su corazón estrujado, como se estruja entre las manos un papel viejo antes de ser arrojado al canasto.

Inspiró profundamente, y mientras apretaba al infante contra su pecho, le suplicó a la secreta Fuente de donde brotaba su inspiración, por primera vez en su vida, que lo asistiera en ese trance.

Y con voz trémula, que apenas disimulaba su emoción, comenzó a decirle al niño que su mamá no se había ido a ningún lado, porque las almas que se quieren no se marchan nunca…, no conocen de olvidos…, jamás dicen adiós…: “-…ahora mismo te abraza su amor, / con sus alas de plata infinita…/ y sus manos de luz acarician / tus mejillas y tu cabecita…”.

Y le contaba que ella lo estaba rodeando con una estela de ternura y protección que lo acompañaría toda la vida…, y que lo sostendría de su mano en los tiempos difíciles…

Pero que también compartía con él esos simples momentos de juegos y travesuras…, y que se transformaba en el murmullo de las aguas para cantarle cuando jugaba en el arroyo…, y se volvía mariposa para llenarlo de colores cuando se posaba sobre su hombro…; y también que… “-… cuando por las noches…/ al entrar en tu lecho te vence el sueño…/ ese beso tan dulce sobre tu frente… : / ¡…es tu madre, pequeño…!.”

Y al mismo tiempo que así hablaba, el poeta sentía, sobrecogido, cómo una brisa suave con aroma a magnolias, giraba sobre él y lo envolvía blandamente…, acariciándolo como una mano inmaterial…: ¡era el roce de un ángel , agradeciéndole lo que hacía por su niño!!

Y mientras lo escuchaba hablar, el muchachito, con la sabiduría innata que solo da la inocencia del alma, parecía asentir con la mirada, como comprendiendo…

En un momento dado, al hacerse una pausa, el pequeño sonrió (¡y qué hermosa sonrisa era aquella, después de tantas lágrimas!),…y muy seguro de sorprenderlo con lo que estaba por decir, exclamó, mirándolo fijamente a los ojos: -¡Dí tu palabra!!

Y por supuesto…, la sorpresa del poeta fue inmensa…

Después de tantos años de ir pidiéndosela a los demás,…por vez primera se la pedían a él…, y nada menos que un candoroso niño de nueve años era quien lo hacía…

Visiblemente conmovido, y haciendo un esfuerzo para contener las lágrimas, solo atinó a balbucear: -¡Gracias…!

Y el pequeño, interpretando que esa era “su palabra”, y poniéndose por un instante en los zapatos del poeta, contestó de inmediato:

-¡Gracias a ti, señor de los caminos!/ que vas andando de aquí para allá… / porque me has hecho el regalo más bello…/ ¡…hoy me has devuelto a mi mamá…!

Esta vez el trovador de tantas sendas, ya no pudo contener su emoción…, y dos lágrimas brillantes, como de purísimo cristal, comenzaron a rodar por sus mejillas…

Y esas lágrimas eran la síntesis perfecta de su ser entero…, porque refulgían con la luz de su amor…, de su entrega…, de su nobleza…

Volvió a estrechar al niño con su abrazo más tierno, mientras sentía, en lo más íntimo de su corazón, cómo todos los círculos se cierran…, todos los circuitos se completan…, todo lo que se da, retorna…, en la sonrisa de un niño…, en el roce de un ángel…, o en una lágrima de cristal…

FIN