En ocasiones ruge la tormenta y golpea,
como si preparase su “desastre perfecto”…,
pero no puede nunca voltearte la marea
cuando al cielo le gritas: “¡de corazón lo acepto!”

Y aunque tarde o temprano tus castillos de arena
caerán bajo el embate del mar en su trayecto,
tu puedes, compañero, minimizar la pena,
si a ti mismo te dices: “¡de corazón lo acepto!”

¡No intentes aserrar el aserrín, mi amigo,
que a veces ya no puedes hacer nada al respecto!,
pero dejas de verlo todo como un castigo,
cuando al final exclamas: “¡de corazón lo acepto!”

Cada dolor que toca el timbre de tu vida,
lo hace en la escena justa y en el tiempo correcto…,
pero se cicatriza más rápido tu herida
si es que al verlo te dices: “¡de corazón lo acepto!”

Hay un poder inmenso en la “no resistencia”:
el de saber que todo, en el fondo, ¡es perfecto!,
y ese poder te eleva sobre las contingencias
cada vez que musitas: “¡de corazón lo acepto!”

Y empiezas a entender que vivir es un juego
de luces y de sombras…y de causa y efecto,
y en ese dulce estado de sabio desapego,
como un mantra, repites: “¡de corazón lo acepto!”

¡Que nada puede herirte, ni menguarte en tu fe!,
-nada absolutamente, bajo ningún concepto-,
si ante cada infortunio, y ante cada traspié,
dices como en un rezo: “¡de corazón lo acepto!”

Y es que en esa frecuencia de un orden superior,
de una energía muy alta te vuelves arquitecto,
y entonces tu mirada, con infinito amor,
le susurra a la Vida: “¡de corazón te acepto!”.