¿Qué es lo primero que hacemos cada día al despertarnos?:
calzarnos nuestras burbujas de trillados pensamientos,
nuestra historia personal vuelve otra vez a atraparnos,
y nos confina en el diario y habitual comportamiento.

Y vuelta a ser “los de ayer”, con su antigua cantinela,
su gastado repertorio y sus viejas percepciones,
inquilinos de una Matrix que a todos nos encarcela,
como hamsters en la rueda de nuestras programaciones.

Pero…, ¿y qué pasaría si un día de estos cualquiera,
amanecemos “distintos”, aún en el mismo envase,
y lo contemplamos todo de diferente manera,
porque no estamos atados a chips de ninguna clase?

¿Una especie de “borrado” de las antiguas memorias,
un mirar todo de nuevo como por primera vez,
un despertar a la vida sin rollos y sin historias,
y un abrirse a la experiencia con sorprendente avidez?.

Y cada cosa sería flamante, fresca, lozana:
la gota de agua que cae, la risa de una mujer,
el destello de la luna entrando por la ventana,
o el jazmín que no decide si comienza a florecer.

¿Y sabes?: ¡eso es posible…, no es ninguna fantasía!,
es un estado de gracia que surge naturalmente,
cuando te llega ese día, -¡ese fascinante día!-,
en que decides, mi amigo, ponerla “en pausa” a tu mente.

Allí te vas de la Matrix y su esquema prefijado,
y aunque al principio lo logres tan sólo por lapsos breves,
penetras a un territorio que nadie ha cartografiado:
¡no pueden trazarse mapas en la esfera de lo leve!

Te encuentras en un espacio de pura contemplación,
en el que hay únicamente la apreciación del momento,
y sientes en ese instante, -como un don del corazón-,
una placidez inmensa: la de andar… sin pensamientos.