Había una vez un faro en una costa rocosa:
su destino, noche a noche, era tan solo alumbrar,
y el faro se lamentaba de su existencia tediosa:
“¡qué vida tan rutinaria…, siempre solo junto al mar!”

Y el faro no conocía, que era su misión “guiar”…

“¡Ah…, si al menos consiguiera juntarme con mis hermanos!,
¿cómo serán sus enclaves: sobre mar bravo o mar terso?
Me muero por abrazarlos, o por tomarles las manos,
¡no sé por qué nos separan por lugares tan diversos!”

Y el faro ni sospechaba que se precisan dispersos…

“O si aunque sea algún día se me acercara un navío
y me contase sus viajes por lugares muy distantes,
¡pero los barcos me evitan, y no comprendo el desvío!
pareciera que se alejan cuando ven mi luz brillante…”

Y el faro no comprendía…, ¡que salvaba navegantes!

Era su luz poderosa reverberando en lo oscuro,
ese alerta tempranero que al capitán avisaba
que el sitio al que se acercaba no era un espacio seguro,
por las rocas y peñascos que la marea ocultaba…

Y el faro, apesadumbrado, ¡su noble sino ignoraba…!

¡Cuánta, cuánta gente buena se siente igual de perdida,
creyendo que están jugando un insustancial papel,
sin comprender que esa Luz que llevan siempre encendida
va iluminando en silencio la vida de esta o aquél…!

Había una vez un faro…, ¡y lleva tu nombre en él!