Por las calles, delirante,
pregonaba a viva voz…,
-como un sabio trashumante…,
o un mensajero de Dios-:

“¡Pulo dolores añejos…,
cuitas de todo tenor…,
pesares nuevos…o viejos…,
incluso penas de amor!”

“¡No existe rincón oscuro
que se resista a mi acción;
disuelvo todo lo impuro:
¡dejo limpio el corazón!”

“Y no hace falta, señora…,
¡ninguna falta, señor!,
que usted me relate ahora
la historia de su dolor…”

“¡No preciso de novelas
para ponerme a pulir…,
pues sus ojos me revelan
por dónde tengo que ir!”

“¿Que cómo curo la herida…?,
es muy sencillo, señor…:
¡derramo sobre su vida
claros torrentes de amor!

“(¿Es que acaso alguien ignora
que todo lo sana y cura,
una dosis redentora
de cariño y de ternura…?)”

“Esa vibración tan alta,
es quien nos hace sentir,
que en verdad sólo hace falta
cantar…, amar… y reír…”

“¿Y qué cobro, me pregunta?,
le respondo -y no le miento-:
¡esa paz que se trasunta
después de mi tratamiento!”

“Como todos somos Uno,
al brindarle mi servicio,
-aún sin buscar pago alguno-,
¡yo también me beneficio!”

“Porque con su risa, río…;
porque su esplendor me llena…;
porque su pesar es mío…,
y me apeno con su pena…”

Y continuaba, con calma,
pregonando su pregón:
“¡Pulo dolores del alma…,
dejo limpio el corazón!”

(Tu, mi amigo, que protestas
por aquél viejo dolor…:
¿Por qué una mañana de éstas…,
no lo ves al Pulidor…?)