Las espinas que en la vida
nos han causado dolores,
lograron que sus heridas
nos hagan mucho mejores.

¡Qué Maestro el sufrimiento,
cómo nos pule y modela…,
cómo con cada escarmiento
nuestras falencias revela…!

Que es en las duras jornadas
cuando llegan las lecciones,
¡porque nadie aprende nada
si anda siempre entre algodones…!

Y así ese gran Profesor
empeñado en zamarrearnos,
logra su meta mayor:
¡la de flexibilizarnos!.

Y no precisa de agravios
en su accionar contundente,
¡que para hacernos más sabios
le basta su pincho hiriente!.

¿Quién después de una gran pena
no sintió que su mirada
se volvió un poco más buena,
más dulce, más angelada…?

Y es que el pesar que se siente
ante tremendos rigores,
nos cambia completamente
nuestra escala de valores.

Comienza a no interesarnos
lo que antes era importante,
y empezamos a instalarnos
en la quietud del instante.

De ese modo, cada herida,
nos va mostrando una perla,
que aunque no cambió la Vida,
¡cambió la forma de verla!

Y al vernos buscar de prisa
consuelo en Lo Superior,
esbozando una sonrisa
“¡lo logré!”, dice el dolor.

Y agradeciendo su gesta
de atizar la Luz Divina,
nuestro corazón contesta:
“¡Gracias… por tantas espinas!”.