Después de tantas, tantas existencias
de escuchar sobre tu insignificancia,
fuiste dudando de tu propia Esencia,
y de tu esplendorosa relevancia.

Tú te sentías una pepita de oro
transitando en un mundo de guijarros,
pero ante lo insidioso de ese coro
empezaste a creerte un ser de barro.

Y tu brillo interior se fue cubriendo
con un imaginario y denso lodo,
y al no entender qué estaba sucediendo,
fue que empezaste a actuar igual que todos.

Tu autoestima ya no pudo ir creciendo
porque en las vidas por las que pasabas,
si divagabas sobre un “Dios adentro”,
no solo se reían: ¡te apedreaban!

Y en medio de la hipnosis colectiva,
empezaste a sentirte inerme, hueco,
y el vozarrón de tu conciencia viva,
pasó a reconvertirse en débil eco…

Pero el oro seguía allí tapado
por esa capa de incredulidad,
mientras tú te decías, resignado:
“¿yo, alguien sagrado?, ¡pero qué necedad!”

Y se fueron tus vidas sucediendo
como aleteos de una mariposa,
que en su bajo auto aprecio iba diciendo:
“¡ay, mis colores…, qué poquita cosa!”

Aunque a veces llegaban ideas locas,
y un rayo en tu interior te sacudía,
y al oído te hablaban “otras bocas”:
“¡ya no dudes de ti…, de tu valía!”

Y ese coro de a poco iba creciendo
y en medio de un silencio majestuoso,
te seguía al oído repitiendo:
“¡eres grandioso…, sí, eres grandioso!”

Pero esas voces, aún con su insistencia,
no tuvieron la fuerza suficiente
para que des un “salto de conciencia”
y te sientas al fin magnificente.

Y es que el oscuro velo con su empeño
te ha convencido tanto de lo opuesto,
que aún continúas viéndote pequeño
como ese bollo que se arroja al cesto.

Y allí estás tú…, Ángel de alas plegadas…,
tú…, fiel devoto de ninguna iglesia…,
tú…, impreciso profeta de nada…,
tú…, un divino gurú con amnesia…

Pero llegará el día en que, pasmado,
verás tu Luz brillando en cada poro,
y te dirás entonces, deslumbrado:
“¡claro que sí…, claro que soy de oro!”